1 de marzo, 2016
El cambio político en Venezuela es inevitable. El conflicto entre el chavismo y la oposición ya no sólo tiene lugar por su eventualidad, sino por la velocidad del conflicto mismo.
La anticipación inexorable de ese cambio se explica por el pobre desempeño de las variables económicas —como la aceleración de la inflación, la profundización de la escasez y el colapso del crecimiento y el ingreso petrolero— y por otros elementos que tienen que ver más con la lógica de supervivencia hacia el interior del oficialismo que con la propia fortaleza de la oposición para inducir la transformación definitiva del sistema político venezolano.
La velocidad con la que se resuelva esta coyuntura histórica será, entonces, una función de la capacidad en el corto plazo de la oposición de activar un referéndum revocatorio o promover una enmienda constitucional, de la capacidad del chavismo de mantener su férreo control sobre el sistema judicial como mecanismo para adecuar la activación o anulación de cualquiera de esos mecanismos constitucionales y la magnitud de un posible estallido social que pueda precipitar una salida negociada. Esos son los factores que durante los próximos meses alimentarán soterradamente las fuerzas detrás del conflicto venezolano.
Una manera de entender por qué es imposible detener este proceso es desnudar los intereses del chavismo y no sólo los de la oposición. Aunque no lo parezca, paradójicamente el principal interesado en modificar la situación actual es el mismo chavismo. Muchos apuntan a explorar las fortalezas de la oposición y escrudiñar las más variadas disyuntivas jurídicas que rodean a las diversas salidas constitucionales. Sin embargo, es un error analítico asumir que la MUD es el único actor que puede activar una potencial salida. Existen otros actores que pueden desestabilizar el status quo y que se anidan sigilosamente dentro del oficialismo.
Las confesiones no tienen que ser públicas para que algunos se den por enterados ni tienen por qué ser evidentes para explicar la conveniencia de esconderlas.
La razón es sencilla: el actual ciclo electoral es insalvable para el chavismo. Con una situación económica que es a todas luces permanente, al menos desde un punto de vista coyuntural —y brutalmente corrosiva desde un punto de vista electoral—, no hay forma que el PSUV sobreviva las elecciones de gobernadores y alcaldes ni a las elecciones presidenciales en los próximos tres años.
En dos palabras: para el chavismo, el ciclo electoral futuro es absolutamente demoledor.
Si no fuera porque la situación social del país es dramática, lo lógico para la oposición sería mantenerse en espera y ganar abrumadoramente cada uno de esos comicios. Bajo ese escenario, la oposición saldría totalmente victoriosa y el chavismo liquidado. Sin embargo, el problema con semejante estrategia es que la factura histórica de abordar el ciclo electoral sin un cambio de modelo sería social y económicamente prohibitivo para el país.
Y ese metafórico suicidio, aunque es común en la política, no siempre tiene lugar, así que habría que esperar ver si el chavismo efectivamente está dispuesto o no a inmolarse de esta forma.
Lo único cierto es que la revolución bolivariana no tiene forma de superar con éxito cada una de estas elecciones. Es muy probable que, si llega a materializarse un ciclo electoral de esta naturaleza, el epílogo sería una división profunda del movimiento revolucionario y quizás su desaparición definitiva.
Tanto para el PSUV como para el estamento militar es extremadamente oneroso políticamente mantener el actual estado de cosas. La cuenta que se acumula es tan abismal que resulta impagable en el tiempo. De ahí que para ellos lo único importante es renovar su liderazgo dentro del “marco constitucional”, sin tener que contarse electoralmente y así ganar suficiente tiempo para recuperarse en el contexto de la implementación de un nuevo modelo económico.
Una vez develado el principal objetivo político del chavismo, es obvio que la fecha clave para que esto suceda “constitucionalmente” es el cuarto año del periodo presidencial de Maduro. Sólo a partir de ese momento, sacrificar a Maduro es políticamente conveniente y electoralmente imprescindible. La razón es que a partir del cuarto año, según reza la misma Constitución, en caso de una ausencia absoluta del primer mandatario, se mantiene el Vicepresidente de la Republica —sea quien que sea, pero que evidentemente será resultado de una negociación interna dentro del PSUV y los factores militares— y, por lo tanto, el chavismo podrá transitar más cómodamente hacia su renovación sin tener que convocar a nuevas elecciones presidenciales.
Sacrificar a Maduro antes del cuarto año del periodo presidencial (por ejemplo: como consecuencia de la derrota en un referéndum revocatorio activado por la oposición o por una renuncia) implicaría inmediatamente someterse a una elección presidencial que el PSUV no tiene forma de ganar. En cambio, después del cuarto año, se iniciaría una transición controlada desde la Vice-presidencia de la Republica. De ahí que el segundo objetivo político del chavismo es resistir a cualquier costo hasta haber pasado ese umbral de tiempo.
Surge entonces, tanto para el gobierno como para la oposición, una pregunta que no es retórica sino estratégica: ¿cuándo inició el periodo presidencial de Maduro? Es algo que seguramente va a estar sujeto a interpretación por parte de la Corte Constitucional, una instancia que el mismo chavismo se afanó en controlar precisamente para graduar la velocidad y los términos del cambio político en Venezuela, logrando mitigar arbitrariamente el poder de la oposición en la Asamblea Nacional y anulando temporalmente su mayoría calificada.
Una tesis constitucional —que es absurda, pero quizás conveniente para el oficialismo— es la idea de la continuidad administrativa que justificó la ausencia del Presidente Chávez en el acto de juramentación oficial después de su segunda reelección. Gracias a esa tesis de la continuidad administrativa el inicio del periodo presidencial de Maduro podría llegar a coincidir con la elección presidencial del mismo Chávez en octubre de 2012. Si es así, el umbral del cuarto año sería en octubre de 2016. Pero la Corte Constitucional podría argumentar que el inicio del periodo presidencial debe coincidir con la fecha establecida por la Constitución: el 10 de enero de 2013. Habría que esperar entonces hasta inicios del 2017 para que se cumpla el cuarto año de este periodo presidencial para que cualquier ausencia absoluta (sea por renuncia o revocatorio) permita que se mantenga el Vicepresidente. Y, finalmente, existe la posibilidad que la Corte Constitucional diga que el periodo presidencial se inicia en abril del 2013, precisamente cuando Maduro fue electo para completar el periodo presidencial de Hugo Chávez. En ese caso el umbral del cuarto año se fijaría para abril de 2017.
En todo caso, aunque son pocos meses de diferencia, una crisis tan cruenta hace que luzcan extremadamente largos. Es evidente que saber cuándo se inició el periodo presidencial será el resultado de una decisión que el Tribunal Supremo de Justicia va a tomar de acuerdo con los intereses del chavismo y dependiendo de las presiones que surjan del contexto político, económico y social.
Si bien la velocidad de este cambio puede ser controlada por la Corte Constitucional, también es cierto que la Asamblea Nacional (o más bien el movimiento opositor) puede acelerarla para influir activamente en cualquier proceso de transición en un futuro próximo. Y para lograrlo tiene entre 8 y 14 meses, dependiendo de la interpretación de la Corte Constitucional sobre el inicio del periodo, para activar un mecanismo de cambio político. De lo contrario, la transición quedará en manos del chavismo. Así que la MUD tiene que activar el referéndum revocatorio o imponer una enmienda constitucional que recorte efectivamente el periodo presidencial.
El problema de la enmienda es que depende del visto bueno de la Corte Constitucional y es, por lo tanto, fácilmente obstaculizable. Parece poco probable que la Corte la acepte, pero incluso si la acepta dirá que no puede ser aplicada retroactivamente. De ahí que la enmienda sólo sea viable si es parte de un acuerdo más amplio con el chavismo, algo que perfectamente puede estarse negociando sin que lo sepamos. Por otro lado, una renuncia es un acto voluntario del Presidente, pero nadie puede descartar que un evento político o social lo obligue a adoptarla. Ese evento es algo que no depende de la oposición, así que no tiene sentido para la MUD apostar por esta opción.
Y entonces queda el revocatorio.
La oposición luce ambivalente frente a esta posibilidad. Es una opción para la cual no se necesita ni de la Asamblea Nacional ni de la Corte Constitucional: tan sólo se necesita recoger las firmas ciudadanas a partir de la mitad del periodo presidencial. La ambivalencia de una parte del mundo opositor frente a esta posibilidad pareciera un tanto irracional, pero quizás sea un efecto del trauma de haber perdido el revocatorio en el 2004. Aquellas heridas fueron difíciles de sanar.
Para la oposición cualquier opción sería mucho más fácil de blindar si hubiese certidumbre actual sobre si efectivamente se tiene o no una mayoría calificada en la Asamblea Nacional. Esa super-mayoría sería sin duda una especie de bomba atómica: permitiría remover a los magistrados, nombrar a un nuevo CNE, reformar la Constitución e incluso convocar una Asamblea Constituyente. Sin embargo, esa mayoría calificada se perdió una vez que retiraron a los diputados amazónicos temporalmente de la Asamblea Nacional. De modo que ahora la única opción política disponible para la oposición, frente a los obstáculos del Tribunal Supremo de Justicia, es ganarse nuevamente esa amenaza creíble en la calle a través de la activación del referéndum revocatorio. Sería muy difícil para la Corte Constitucional e incluso para la misma Corte Electoral impedirla, aunque siempre podrán obstaculizarla.
La oposición necesita una amenaza creíble para obligar al chavismo a negociar cualquier salida que no sea la que ellos mismos vienen planificando. Y la única amenaza creíble, frente a la posición del chavismo de no negociar (aún) una salida constitucional (al menos no hasta que se llegue al cuarto año del periodo) es revocar el mandato y precipitar una elección presidencial.
Cuando se hizo el revocatorio del 2004, había un CNE acabado y no había un reglamento para la recolección de firmas pues nunca se había activado un proceso similar. Tampoco había una crisis económica tan profunda. Ahora estamos viviendo la crisis más grande de la historia moderna venezolana y la oposición cuenta con esas condiciones para canalizar su pedido de una forma más expedita.
El chavismo va a tratar de bombardear el proceso: quizás amenazará a quienes firmen con otra lista como las recordadas Tascón o Maisanta o apelará todas las decisiones que adopte el CNE para llevar adelante el proceso. Pero si la oposición está unificada alrededor de una sola estrategia será muy difícil (y muy costoso frente a la opinión pública) impedirlo. Y una vez activado, el chavismo va a tener que decidir si negocia o se somete a un revocatorio que seguramente van a perder y precipitaría la convocatoria de una elección presidencial antes de finales de este mismo año.
De modo que la segunda velocidad del cambio es más rápida que la primera, pero depende exclusivamente del engranaje político y organizativo de la oposición para venderle a la sociedad en su conjunto esta ruta electoral.
La tercera y última velocidad es social y cuenta con un gran imponderable: con una escasez en alimentos y medicamentos que sobrepasa el 70% sería irresponsable pensar que un estallido social es impensable. Es cada vez más frecuente la violencia, aunque aún de forma aislada, en las colas frente a los establecimientos que venden productos regulados. El colapso de los servicios públicos también está generando desesperación en la población y las protestas por fallas de agua o electricidad son cada vez más comunes. Para las fuerzas policiales y militares va a ser cada vez más difícil moralmente reprimir, pues las razones socioeconómicas que justifican la protesta social son claramente legítimas y pueden terminar por indignar a la población en su conjunto.
La situación es delicada. Y de ocurrir un estallido social, su escala va a ser interpretada políticamente por el estamento militar.
En 1936, una vez muerto Juan Vicente Gómez, los saqueos y las protestas en Caracas llevaron al Presidente López Contreras a legalizar los partidos políticos, liberar a los presos políticos y acordar un pacto mínimo de gobernabilidad. Hoy las condiciones económicas y sociales son distintas, pero el efecto político puede ser similar.
Tras El Caracazo de febrero de 1989, los políticos puntofijistas decidieron ampliar la descentralización para incluir la elección de gobernadores y aceptaron la posibilidad de comenzar a transferir ciertos servicios públicos a las regiones, algo que en su momento era impensable para avanzar con la democratización de un sistema bastante cerrado de conciliación de elites.
En otras palabras: las consecuencias políticas de este tipo de conmociones sociales es inmediato. Y en esta oportunidad no será diferente y podría acelerar una salida negociada del Presidente Maduro. Aunque parece evidente que la velocidad con la que va a operar el cambio en Venezuela es incierta.
Hasta ahora el chavismo ha logrado imponer sus tiempos gracias a su control del Tribunal Supremo de Justicia. Una vez que la oposición venza la ambivalencia, quizás podrá imprimirle cierta fuerza a la calle a través de la activación del referéndum revocatorio. Y la sociedad siempre puede darle un palo a la lámpara para provocar una salida inmediata.
Queda por esperar entonces cuál será velocidad que se termine imponiendo: si vamos en primera, en segunda o en tercera
Michael Penfold.